Qué puede ser mejor ejemplo de fuerza y vulnerabilidad al mismo tiempo, que una flor silvestre recién abierta?
Llegamos a este mundo como recién nacidos, cual flor, abiertos completamente a la vida.
Y no sé tu, pero yo a través de los años (y de los golpes) me fui cerrando y protegiendo a mi misma. Fui armando corazas, murallas y todo tipo de defensas para no sentir las emociones que no me gustaban - dolor, tristeza, miedo, enojo, vacío…
El detalle es que cuando uno se cierra a algo, se cierra a todo. Nuestro ser no tiene una puerta mágica que se cierra a lo ‘feo’ y se abre a lo ‘bonito’. La verdad es que: o estamos abiertos a la vida, o estamos cerrados (o en proceso de abrirnos).
O sentimos y recibimos la gama completa de emociones y experiencias que vienen con el paquete de estar vivos, o sentimos muy poco… cada vez menos.
La extensa gama de sensaciones y emociones que conocíamos, poco a poco se va transformando en una difusa pero constante ansiedad, que ya no tiene causa u origen claro. Con el tiempo eso se va volviendo tan cotidiano en nosotros, que creemos que así es la vida.
Finalmente llega un momento en que muchos de nosotros explotamos -o implotamos- y comenzamos a buscar una salida, una alternativa. Nos atrevemos a escuchar la voz dentro de nosotros que dice “esto no tiene por qué ser así”… y comenzamos el camino de regreso a casa; el camino de regreso a nosotros mismos.
Poco a poco, como el tallo de una flor rompiendo el suelo después de un invierno rudo, nos vamos atreviendo a salir de la oscuridad conocida y, usando todo el valor al que tenemos acceso, nos dejamos guiar hacia la luz.
Seguro, en el proceso pueden llegar sequías, heladas o nos pueden pisar. El miedo, la tristeza y el dolor no desaparecen desde un inicio, pero aceptando su presencia finalmente nos abrimos a sentir eso que en el fondo siempre buscamos: paz, descanso, alegría, amor.
Lo mejor de todo es que vamos descubriendo que, en esencia, ese es el estado natural de quienes somos. Y no hay poder más grande que ese.